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25 Marzo 2015
Las mujeres pudieron escapar. Pero llevaron a los hombres a la plaza de la aldea, en los alrededores de Baga. Alinearon a once adolescentes enfrente de sus mayores. Había atado a Alhaji, estaba de rodillas, con la cara contra el suelo. Dispararon los rifles y una de las balas perforó la muñeca del chico. Todos le creyeron muerto, incluso su abuelo. "Pensé que era nuestro turno, pero los hombres de Boko Haram se marcharon", dice el abuelo, confundido. Corrió hacia Alhaji, zarandeó el cuerpo del chico. "Me froté las manos, los pies. Me di cuenta de que iba a sobrevivir", explica Alhaji con voz desanimada y la mirada vacía. Otro chico joven como él sobrevivió milagrosamente.
Al otro lado del lago
Cuando los combates del noreste de Nigeria llegaron a la ciudad de Baga, miles de supervivientes huyeron atravesando el Lago Chad en busca de seguridad.
Una larga canoa se desliza entre los juncos de las tranquilas aguas del Lago Chad. Los rostros abordo están tensos, incluyendo el de Alhaji Haoudou, de 16 años, que está deseando saltar a las arenosas orillas de Baga Sola, en Chad. Es uno de los más de 80 pasajeros, que huyó de Nigeria semanas antes, tras la masacre ocurrida en su ciudad el 3 de enero, y se subió a un bote ya sobrecargado.
Ese día los combatientes arrasaron con fuego una docena de aldeas y la ciudad portuaria de Baga, en la costa occidental del cuarto mayor lago de África. Docenas de personas –quizás cientos, según algunas versiones– perecieron en solo unos días. Otros se ahogaron mientras cruzaban el lago.
Refugiados nigerianos abandonan Ngouboua en las orillas del Lago Chad. Se dirigen a un lugar más seguro, lejos de la frontera. Foto: ACNUR/Olivier Laban-Mattei
Este es el último bote fletado por las autoridades chadianas y ACNUR. Recogerá a unos 7.000 supervivientes repartidos en incontables islotes, parches de arena que parecen haberse desprendido de la tierra firme, como icebergs separados de un glaciar. Allí las condiciones son precarias y muchos refugiados solo sobreviven con la ayuda de algunos residentes locales. Trasladarlos a Dar-es-Salam, un campo levantado en un árido descampado a 75 kilómetros de la frontera con Nigeria, es una prioridad humanitaria y un reto.
Pequeñas cicatrices recorren el rostro de Alhaji, acentuando su delgada figura. Emerge de entre la multitud de supervivientes con una bolsa de yute colgando del hombro izquierdo y el brazo derecho caído. Tan pronto como alcanza la orilla, recibe como recompensa un brazalete que lleva un sello con el logotipo de ACNUR. Ahora Alhaji es oficialmente un refugiado. Rocían con lejía diluida el fardo con sus pertenencias y le desinfectan los pies en un lavabo. Las autoridades están vigilantes, preocupadas de que los combatientes intenten introducirse entre los pasajeros. Los gendarmes registran cada fardo, cada caja y confiscan machetes y otras herramientas agrícolas que consideran armas en potencia, que pronto se amontonan a su lado.
Diez miembros de la familia de Alhaji han huido, pero hoy solo han llegado siete: Alhaji, sus abuelos, su madre, su tía y tres primos pequeños. La abuela de Alhaji, Falmata Mohamed, de 51 años, lleva un velo azul y pendientes de oro. Mueve los brazos en grandes gestos para describir la confusión que siguió al ataque. “Tara-ta-ta,” imita el sonido de los tiros mientras coge el antebrazo de Alhaji como si fuera un arma. Una bala le atravesó la muñeca y la herida está supurando. Entonces, Falmata señala a su nieta. Con apenas un mes, la pequeña nació entre los arbustos, una semana después del ataque. Está acurrucada en el velo de su madre. Toda la familia parece agotada. Ninguno puede acertar a dar un relato claro de los acontecimientos. El tiempo parece haberse desvanecido en el lago.
Kalthouma Abakar, tía de Alhaji, de 22 años, dio a luz en el monte tras escapar de un ataque a su aldea, en el noroeste de Nigeria. Vídeo: ACNUR/Walter Kigali
Poco después llega un camión. Trae a esos hombres, mujeres y niños a su nuevo hogar, el campo de Dar-es-Salam, a 12 kilómetros. Mientras el motor traquetea, los cuerpos chocan en un revoltijo de esteras y cajas. El silencio es impresionante, una mezcla de temor y preocupación. Según avanzan los kilómetros, divisan un páramo desolado salpicado de chozas. Por aquí, una silueta envuelta en un velo se sube a un camello. Por allí, las cabras mordisquean las escasas acacias que hay. A nueve horas en camión desde la capital, esta región es tan pobre como aislada. Su índice de desarrollo humano se sitúa entre los más bajos de Chad, uno de los países menos desarrollados del mundo. Aún así, es más seguro, mucho más seguro, que el lugar que abandonaron. El ambiente se vuelve más relajado. Incluso alguien se ríe. "Nunca pensé que llegaríamos tan lejos", dice un padre incrédulo.
Una multitud espera a los recién llegados con la esperanza de poder abrazar a los suyos. Sin embargo, pronto muchas caras jóvenes no pueden ocultar su decepción. El campo acoge ya a 150 niños y niñas perdidos o separados de sus padres durante los ataques. Un hombre coge un megáfono y habla en hausa: "¡Bienvenidos seáis todos! ¡Bienvenidos!" Y la multitud se dispersa mientras la noche cae sobre el asentamiento de refugiados. Alhaji y su familia se dirigen a los albergues comunitarios. Allí pasarán su primera noche en Dar-es-Salam. Entre las últimas bolsas que descargan, hay una con una etiqueta que indica su procedencia: “Maiduguri, estado de Borno, Nigeria.”
Desde mayo de 2013, casi un millón de personas han sido desplazadas en el noroeste de Nigeria. Más de 100.000 han huido a Níger, unas 66.000 a Camerún y al menos 18.000 a Chad. Hoy la crisis ya es regional.
Alhaji y su familia se sienten ahora capaces de relatar el horror que han soportado. En la tienda temporal que ACNUR les ha asignado, poco más que una lona impermeable tendida sobre una estructura de madera, la abuela recuerda cómo los combatientes "se lanzaron al ataque por la mañana temprano, cuando estábamos cocinando. Aquellos hombres estaban enloquecidos, disparaban en todas direcciones."
"Cada uno intentaba salvarse a sí mismo. Todos corríamos para salvar nuestra vida", añade Kalthouma Abakar, tía de Alhaji, de 22 años.
"Me froté las manos, los pies. Me di cuenta de que iba a sobrevivir."
Kalthouma Abakar, 22 años, descansa con su hija recién nacida, Falmata Idris, tras bajar de una canoa en Baga Sola, Chad. Pronto un camión les llevará al asentamiento de Dar-es-Salam. Foto: ACNUR/Olivier Laban-Mattei
Las mujeres pudieron escapar. Pero llevaron a los hombres a la plaza de la aldea, en los alrededores de Baga. Alinearon a once adolescentes enfrente de sus mayores. Había atado a Alhaji, estaba de rodillas, con la cara contra el suelo. Dispararon los rifles y una de las balas perforó la muñeca del chico. Todos le creyeron muerto, incluso su abuelo. "Pensé que era nuestro turno, pero los hombres de Boko Haram se marcharon", dice el abuelo, confundido. Corrió hacia Alhaji, zarandeó el cuerpo del chico. "Me froté las manos, los pies. Me di cuenta de que iba a sobrevivir", explica Alhaji con voz desanimada y la mirada vacía. Otro chico joven como él sobrevivió milagrosamente.
La familia vagó dos días por el monte, sin agua ni alimentos. Les perseguían los disparos, y las familias se separaban. Pronto la tía de Alhaji se puso de parto y dio a luz a Falmata, así llamada en honor a su improvisada comadrona: su abuela. "No tenía ni agua caliente para lavar a la bebé", dice la joven madre.
El grupo continuó en canoa, avanzando entre los juncos, de isla en isla. Durante dos semanas se alimentaron de pescado y bebieron el agua del lago. A veces se impulsaban con una vara o se hundían hasta la cintura en el lago pantanoso, que se está desecando, para intentar empujar la canoa. Zigzagueando llegaron hasta un aldea. Allí paraba una canoa a motor de las autoridades chadianas. Subieron a bordo.
Esta mañana, la familia se despertó en su nuevo hogar. Exploran el nuevo espacio donde vivirán. Dar-es-Salam ha surgido del desierto en un mes, pero las instalaciones esenciales ya están funcionando. Pozos, duchas y letrinas están a solo unos pocos metros. Un médico de la Cruz Roja de Chad va a tratar la mano de Alhaji. Los dos pequeños, de cuatro y seis años, empezarán el colegio tan pronto como el edificio esté terminado. Y para ayudarles a asentarse, ACNUR les ha proporcionado esteras, mantas y útiles de cocina.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) les suministra su primera ración de alimentos: 8,5 kilogramos de grano, 1 kilogramo de algarrobas, aceite y sal para cada persona. Tendrán que hacerla durar 20 días. Las raciones sorprenden a quienes solían ser pescadores, agricultores o ganaderos. Estaban acostumbrados a una dieta variada. "En casa el puchero siempre estaba en el fuego", señala uno de los refugiados. Entonces la rabia estalla. Los refugiados se negaron a aceptar "esas pequeñas cantidades de mijo, un cereal que ni siquiera sabemos cómo cocinar y que somos incapaces de moler", refunfuña uno de ellos. El PMA y ACNUR prometen mejorar las raciones en el próximo reparto. Todos tienen que hacer concesiones, la crisis es enorme. Más de 3.000 refugiados viven ya en el asentamiento. Y se esperan muchos más.
Moussa Gapchia y Falmata Mohamed registran a su familia con el ACNUR en el asentamiento de Dar-es-Salam, en Chad. Llegaron el día anterior, después de cinco semanas huyendo. Foto: ACNUR/Olivier Laban-Mattei
Dar-es-Salam se diseñó para un máximo de 10.000 personas. Concentrar a todos los refugiados en un solo punto es la única manera de ayudarles en zonas tan remotas como esta. Por esta razón, las misiones conjuntas de ACNUR y la Comisión Nacional de Acogida y Reinserción de Refugiados de Chad peinan la zona en todoterrenos y canoas para convencer a los exiliados a unirse al asentamiento de Dar-es-Salam. El objetivo también es garantizar su seguridad ante incursiones mortales en Chad. Solo unos días después de que la familia de Alhaji fuera realojada desde Ngouboua a Dar-es-Salam, Ngouboua fue atacada. Incendiaron tres cuartas partes de la ciudad y parece que 10 personas fueron asesinadas. Docenas de refugiados huyeron de nuevo al monte. Otros han acudido en masa a Dar-es-Salam.
"Reharemos nuestras vidas aquí", jura la abuela de Alhaji.
Para Alhaji y su familia regresar no es una opción. "Reharemos nuestras vidas aquí", promete la abuela de Alhaji. Siempre que encuentren la forma de subsistir. La familia ha perdido su ganado y en esta estación el harmattan, el viento seco del Sáhara, barre la arena árida, en la que no crece nada. Y en cuanto a la pesca, el principal medio de vida para los exiliados, su práctica está estrictamente regulada en Chad. "Si encontramos los fondos necesarios, podríamos pagar las licencias que exigen las autoridades, e incluso ayudar a los refugiados a comprar redes", dice Baiwong Mohamat, responsable de la oficina de ACNUR en Baga Sola. "También estamos discutiendo con los jefes locales el uso de parte de la tierra fértil que rodea el lago. Podríamos financiar la compra de semillas."
Sin embargo, la principal preocupación de la familia de Alhaji es su seguridad frente a futuros ataques de los militantes. "Mientras no nos ataquen... nos quedaremos aquí", dice Falmata, la abuela de Alhaji. Lo que más desea la familia es el regreso de sus hombres. La última vez que supieron de ellos estaban en Ngouboua, la aldea incendiada. En árabe Dar-es-Salam significa "Casa de la paz". Todos rezan para que así sea.
Que hayas leído hasta aquí denota tu interés por el bienestar de esta familia. Por eso te animo a que des un paso más y te hagas socio de ACNUR hoy a través de nuestro formulario seguro o llamando al 91 369 70 56.
Escrito por Baptiste De Cazenove